Cuando mi padre era un joven hermoso y lozano, que recibía clases de culturismo por correspondencia y tenía su permiso de conducir B1 más verde que la «L» de novato mi abuelo le confió su vehículo, en tiempos flamante, seat 600, para goce y regocijo del por aquel entonces tierno mozalbete.
Mi padre, he de aclarar, entró en la veintena en los últimos años del Régimen, suerte la suya, que por lo menos cogió algún año de régimen, yo no tuve ninguno, y así estoy cada día más panzudo y rebolludo…
El caso es que en aquellos primeros años 70, en el que los hijos de familias bien ya comenzaban a lucir los impresionantes 1430, también de fabricación española o los maravillosos Simca 1000, popularizados años después por Los Inhumanos en una dudosa canción que el que más y el que menos ha cantado borracho en alguna ocasión, por lo cual un 600 era un vehículo que no te daba ningún caché y con el que era imposible impresionar a nadie, y mucho menos a una de esas primeras usuarias del sensacional invento de Mary Quan… Vamos que tener un 600 en aquel tiempo era poco menos que tener hoy una mountain bike del Carrefour. ¿Cuánto costaba un 600 en aquella época? ¿Treinta mil pesetas? ¿Cuánto es eso, tres euros de ahora? Razón que hacía imposible comerse algo a cuenta del bicilíndrico vehículo…
Es más, las chicas de la época preferían pegarse un revolcón en una cuneta que en un 600, porque hacía el mismo frío, puesto que no llegó a haber 600 con climatizador de serie, pero al menos la cuneta era espaciosa.
Un buen día, tomando unas cañas, los amigos de mi padre tuvieron una feliz idea. Le propusieron a mi padre pintar el 600 de verde marujita. Seguiría siendo una mierda de coche, pero sería vistoso. Le decían que así, el coche destacaría allá por donde pasará y que sería imposible no fijarse en él, y en consecuencia, en sus ocupantes. Cuyo atractivo hasta aquel momento había pasado desapercibido.
En un principio mi padre, indeciso como su hijo, (el hijo como el padre, más bien) no veía nada clara la pigméntica cuestión, pero según iban bajando las cañas, comenzaban a ver más clara la fantasía de un 600 petado de lugareñas que deseaban sentirse suecas y vivir abrazadas a hombres peludos, como lo fueron un día los españoles de pura cepa…
Así que antes de acabar la sexta caña ya estaban yendo a comprar pintura.
El 600 quedó como el culo. Lo pintaron a brochazos. No les llegó la pintura, quedó más oscuro por unas zonas con dos manos que por otras y lleno de pegotes y también le quedaron partes blancas. Obviamente. La carrocería quedó llena de pelos que soltaban las brochas de lo malas que eran. Os podéis imaginar que el 600 resultaba bastante asqueroso… Todo el mundo se reía del 600 de mi padre.
Mi padre, harto de esta situación, le colocó una pegatina de lado a lado en toda la parte de atrás (que tratándose de un 600 tampoco era tan grande…) en la que se leía:
«NO SE RÍA, PUEDE IR SU HIJA DENTRO»
Nunca más nadie se volvió a reír del 600 de mi padre.
Pues bien, mi padre es Juan Bodegas, mi madre, como todas, una santa, que una noche subió engañada a aquel 600, y de ese desafortunado encuentro salió Rober Bodegas, que desde hoy os espera en este blog, sed bienvenidos.
Comentarios recientes